Tonatiuh Barajas
La “realidad” que se construye para miles de mexicanos desde hace más de un siglo, se juega entre el olor de la pólvora, la sangre, el dolor, el desamparo y la miseria, es imposible cerrar los ojos ante tal panorama cuando somos atravesados y constituidos por él desde todos los puntos de manera estructural, a tal grado de que se ha inscrito culturalmente en la gama de manifestaciones como lo son el léxico, política, economía, la pintura, el cine, la música e inclusive la literatura clásica como contemporánea.
La figura del caudillo o un futuro utópico propulsado por el fuego de una aparente esperanza redentora, sujeta a los sujetos y, aviva sus deseos a través del control de múltiples fantasmas colectivos que no cesan de ser más que ruedas girando en sí mismas, nunca satisfechas.
Ante este contexto, las altas esferas del poder perverso juegan con las ideologías a su antojo, haciendo y deshaciendo con la población a través de los discursos y rituales cuyo propósito es la constante alienación a favor de distintos “amos” en tanto que entendidos estos como representantes de un más allá discursivo que los sobrepasa.
Pero detrás de cualquier cuerpo de carne y hueso que ocupe el papel de figura autoritaria, se encuentra una red de discursos económicos, sociales, materiales e históricos, en realidad cualquier político con gran influencia es un maniquí cuyo poder proviene no de su persona, si no del contexto que lo ha visto nacer, sin embargo, logra una extraña “mutación” posicionándose en otro rol de la norma y de la cual saca un provechoso control ideológico a diferencia de las multitudes sumidas en un gran sueño.
La paradoja es que, al final, tanto el pastor como el rebaño, se necesitan mutuamente para sostener ese síntoma fantasmático en el que interactúan, no existe una individualidad indemne.
En México, sin embargo, la política como tal no existe, se trata de una serie de movimientos que se asemejan a empresas de negocios, cuyo capital material radica en el manejo del erario público, pero para sostenerse en esa posición necesitan el control de otra especie de capital, y ese es el de la red fantasmática de los sujetos, pescar el deseo de la nación, a través de mensajes con cebo propagandista que hace eco en las demandas más profundas, tocando la fibra sensible de la constitución histórica y social, narcotizando el malestar humano con la posibilidad de un paraíso opiáceo de bienestar ciudadano a través de un buen gobierno.
¿Acaso los políticos no juegan con la ilusión de una fantasía satisfecha totalmente, de un mejor país, donde la violencia no sea una problemática que lacere el cuerpo, el hambre, la crisis económica y el dolor cesen? La realidad mexicana se sostiene en el juego de una ficción politizada a través de la explotación del deseo de una nación cimentada en una constante que oscila entre el conflicto siempre presente y un futuro de paz que no llega.